El desierto de Jesús: Los combates del desierto.

Extraído y adaptado de

«El Eremitorio: Espiritualidad del desierto»

(por un monje)

Cuenta San Marcos que Jesús al momento de salir del agua, después del bautismo, vio los cielos abiertos y al Espíritu Santo como una paloma descendiendo sobre él (1,10). Y cuando la voz del Padre hubo sonado, «al punto —prosigue el evangelista— el Espíritu Santo lo empuja al desierto» (v.12). Advierte la relación que parece establecer el texto entre la plenitud del Espíritu posándose sobre Jesús y su apartamiento al desierto. Hay aquí un misterio que interesa al eremita antes que a nadie.

La palabra que pronuncia el Padre es palabra de amor: «Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me complazco» (Mc 1,11). El Espíritu que se da es el Espíritu de Amor. La retirada al desierto es la respuesta de Amor a esa palabra, a ese don del Amor. El Hijo de Dios ninguna necesidad tiene de prepararse al Apostolado. Pero su Humanidad, colmada de manera singular en aquella hora, suspira por hallarse a solas con su Padre. Tiene razón Guardini en pensar que el Espíritu «lo saca fuera, a la soledad, lejos de los suyos, lejos de la multitud que estaba junto al Jordán, al desierto donde sólo están su Padre y él» (El Señor I).

Quizá no has reconocido tan a las claras el impulso de la gracia conduciéndote a la Cartuja. Es a veces el concurso de unas circunstancias muy profanas, que más parecían atropellarte que dejarse dirigir. Alguien que no eras tú, el Espíritu Santo, accionaba los mandos, y combinaba todas las cosas para traerte aquí. Él fue quien te «arrojó fuera, a la soledad». Una sola es tu respuesta posible: un asentimiento de amor. Únicamente a ese precio se conquista la perseverancia en el desierto. El Papa Pío XII lo declaraba: «Ni el miedo, ni el arrepentimiento, ni la prudencia sola son los que pueblan las soledades de los Monasterios. Es el amor de Dios».

Poco te costaría fijar con parsimonia los límites de tus expiaciones; el espíritu moderno no gusta de duelos interminables. El amor, en cambio, es insaciable y sus propios dones lo enardecen. Estás en tu derecho si emancipas la mente y el corazón de las contingencias de la vida del mundo, a fin de poder así aplicar todos tus resortes internos a las verdades eternas, a «la Verdad soberana, Dios, que es luz» (Jn 1,5) y «amor» (4,8).

¡Ah! pero no creas con esto entrar en el descanso. No obstante toda su pureza y santidad, Jesús se impuso una cuaresma sobrehumana, símbolo elocuente de la lucha que tendrás que reñir para asentar en ti el predominio tranquilo de todas las virtudes. La emprende de cara con el demonio y lo derriba, para prevenirte de los combates que te esperan, y enseñarte los medios de vencerlo. Los muros de tu alma los levantarás con «la llana en una mano y la espada en la otra» (Ne 4,12). Bastante más sudor y tiempo del que piensas lleva el pacificar esa alma. Entre la «sinceridad» de tus esfuerzos y la «verdad» de tus renunciamientos se abre ancho foso; no tardarás en experimentarlo.

Ingresas en el desierto no con la inocencia de Jesús, sino con la corrupción radical de tu naturaleza, agravada con las torceduras y lesiones que le han infligido tus hábitos y pecados. Los lazos no los has roto rasgando pergaminos, sino sajando en materia viva, y los tocones pujantes de tu afectividad no dejarán de echar brotes. A menudo sentirás la tentación de compadecerte de ti mismo. Sé intransigentemente fiel a la obediencia y te salvarás.

La Regla bajo la que militas será tu gran purificadora y pacificadora, aun cuando te parezca un laminador implacable. Recetará una «dieta» absoluta a tu amor propio bajo todas sus formas, y restablecerá por grados la jerarquía y la armonía de los valores naturales y sobrenaturales que llevas en ti. Ese orden asegura la tranquilidad: es lo que San Agustín llama la paz. La Cartuja te promete esta paz. Pero se trata de una paz armada, y que un fallo en la vigilancia, en la energía o en la oración puede replantear toda la cuestión. Nuestra paz es precaria porque llevamos dentro, junto con los enemigos que la amenazan, las complicidades que comprometen nuestras defensas. Con todo, ya es mucho haber interpuesto espacio entre tus pasiones y sus objetos. Ármate de valor: «nuestros actos nos cambian», escribe el Padre de Montcheuil. Una renuncia que hoy te parece harto costosa, perderá su virulencia inicial si la aceptas con generosidad. Conforme vaya creciendo, la caridad te hará amable algún día lo que en este momento te repugna, cuando la fe árida y trabajosa prevalece aún sobre un amor vencedor de todo egoísmo. El demonio no es un mito, y si bien es excesivo verlo en todas las tentaciones, la tradición monástica concuerda en atribuirle especial encarnizamiento contra los anacoretas. El desierto, por lo que dice el Evangelio (Mt 12,43) era tenido por el lugar propio de su guarida, y el monje en aventurada ofensiva se proponía desalojarlo. San Mateo establece explícitamente una conexión entre el retiro de Jesús en el desierto y la tentación: «Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto ‘para’ ser tentado por el diablo» (4,1).

Por el conocimiento de tus deslices habituales, por la experiencia del pasado y lo cuesta arriba de ciertos sacrificios, podrás llegar a barruntar las luchas que te aguardan. En el desierto, las hay clásicas, que en una forma u otra difícilmente podrás eludir: nacen de las propias excelencias del yermo. Resulta a veces agotador el enfrentamiento con esos monstruos de dentro, invulnerables en su inconsistencia.

La soledad te pone a cubierto de los intentos de perversión del mundo. El no ver, no oír, no oler y el no tocar te afianzan en una zona de seguridad relativa, pero un peligro te acecha: el replegarte sobre ti mismo, lo cual desarrolla en ti una sensibilidad excéntrica, cierta exacerbación ficticia de las potencias afectivas e imaginativas que confiere a las cosas más nimias una resonancia desmedida, y te pone en trance de caer en la obsesión. Pruebas interiores se levantan, que serán niñerías, pero que turban la paz y hacen sufrir mucho. En la vida activa te encogerías de hombros, y a otra cosa. En el desierto, esos fantasmas te acosan. Para purificar tu alma Dios puede echar mano de tu susceptibilidad ante el padecer. Mas la astucia del demonio sabe sacar partido de ella. Abre el corazón a un guía perspicaz y te salvarás de escollos que más de uno no sabe esquivar: la excentricidad, la manía persecutoria, los escrúpulos, la melancolía con todos sus sobresaltos. Los perpetuos descontentos, los hastiados son las víctimas imprudentes de la reclusión. Los místicos son su mayor triunfo.

El ayuno que el desierto impone a tus facultades cuyo juego normal asegura ordinariamente la expansión y la felicidad de los humanos, produce en ti el triunfo de la primacía de lo espiritual. Sin embargo, los instintos son indestructibles y nunca lograrás que el corazón y la carne no se conmuevan. El autor de tu estructura es Dios; no te toca ni lamentarla ni ponerte a trastornar tan admirable ordenación. El dominio sobre los instintos es delicado.

Además, la memoria y la imaginación atizan la desazón de la privación, y el demonio tiene poder directo sobre nuestras facultades sensibles. No es raro que los más puros sean presa de las tentaciones menos confesables, o de los ímpetus afectivos más desesperados. Hay que conformarse humildemente, orar, mantener paz y confianza.

Resistir a estos impulsos es un hermoso acto de fe, de esperanza, de amor; es asimismo la más austera de las penitencias. Considera que es un crisol purificador por donde pasaron tantas almas santas; las vidas de los Padres del desierto te tranquilizarán. El demonio perderá una baza, si en vez de perder tú los estribos, reflexionas con calma que eres hombre y no ángel, y que vas hacia Dios caminando sobre tus dos pies y no volando con alas de serafín.

La contemplación, el acto más divino, el ejercicio más perfecto de la caridad, puede dar origen asimismo a las más sutiles tentaciones, al menos en su grado inicial, cuando tiene más de adquirida que de infusa. El orgullo no tiene asidero en el místico auténtico: la actividad intensiva del don de temor lo pulveriza. No es místico quien quiere. El que, en expresión de San Benito, después de domeñar los vicios de la carne y el espíritu «con el solo vigor de brazos y manos», alcanza a rozar al Invisible, a deleitarse legítimamente en las realidades supraterrenales por las cuales lo ha dejado todo, a gustar lo bueno que es el Señor (Sal 33,9): ese tal puede tropezar en el lazo de la vana complacencia y de la presunción. El demonio le susurrará que pertenece a la «aristocracia» del mundo espiritual y lo persuadirá de que, rebasando el estadio del aprendizaje, puede lanzarse desbocadamente, sin control, por la vía de las grandes singularidades penitenciales, o, al contrario, relajar su rigor y dejar lacias las riendas: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo» (Mt 4,6). La respuesta del humilde es sencilla: No puedo tirarme abajo puesto que no estoy arriba. Por supuesto, hay que estar bastante adelantado en la perfección para advertirlo. Única salida: abrirse y obedecer.

Obedecer al propio guía, pero obedecer al Espíritu Santo, al Espíritu de Jesús que te ha conducido al desierto. Si eres auténticamente hombre de oración, estás salvado. ¿Qué hizo Jesús solitario, sin predicar, sin comer ni beber, quizá sin dormir? Contemplaba. Con toda su alma estaba cara a Dios, sus potencias eximidas de toda otra actividad se expansionaban en la contemplación. La luz beatífica inundaba su mente, su voluntad ardía en la caridad del cielo. Los Dones del Espíritu Santo rendían en él todos sus frutos. Libre de toda ocupación terrestre, Jesús pudo dilatar su oración hasta una plenitud que ya no superó.

La tuya será más modesta y más intermitente. Al menos en alas del deseo, trata de unirte a Dios con la mayor frecuencia e intensidad posible. Suplícale sin descanso que se dé a ti. La oración mística está en la línea de tu vocación de cristiano y de cartujo. Pide esa gracia, pero acepta con apacible humildad que te sea aplazada o negada. Haz lo que está de tu parte por disponerte al don eventual de Dios.

Por toda la eternidad no harás sino contemplar. La vocación del monje cartujo es escatológica: su intento es vivir anticipadamente a la manera de los bienaventurados. El desierto, cerrado del lado de la tierra, sólo tiene vistas al cielo, y la pista por la que caminas desemboca en Dios. Sé generoso. No serán ángeles los que te servirán, el Maestro en persona se ceñirá, te hará sentar a su mesa y te obsequiará (Lc 12,37).

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