San Artoldo (8 de octubre)

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San Artoldo, por Francisco de Zurbarán (Museo de Cádiz)

Hace dos días celebrábamos la solemnidad de San Bruno, Padre de la Orden de los cartujos. Hoy celebramos a San Artoldo, monje cartujo que nació el mismo año de la muerte de San Bruno (1101) y que murió el 6 de octubre de 1206 (misma fecha que San Bruno).

Artoldo ingresó en la Cartuja de Portes (Francia) en 1120. En 1132 fundó la Cartuja de Arvières a petición del obispo de Ginebra y se convirtió en su primer prior. En 1184 fue elegido obispo de Belley (Francia). Dimitió en 1190. Luego de dimitir volvió a la Cartuja de Arvières, donde vivió como cartujo hasta su muerte.

Una de las anécdotas más relevantes de su vida es su encuentro con San Hugo, monje cartujo que fue elegido obispo de Lincoln (Inglaterra). Él se encontraba entonces visitando Francia. Hebert Thurston (SJ), biógrafo de san Hugo, relata este encuentro así:

Dejando Belley, que había sido gobernada por varios obispos cartujos durante los últimos cien años, San Hugo fue a visitar a uno que, después de San Antelmo, podría contarse como el más ilustre de todos ellos. Se trataba de San Artoldo, que había renunciado a su obispado y se había retirado a la Cartuja de Arvières.

Era de noble cuna, y en sus primeros años había huido de los honores mundanos para llevar una vida de soledad en el claustro. Después de profesar en Portes, se convirtió en prior de Arvières, donde durante muchos años dio un ejemplo de la más alta perfección, y utilizó la influencia que había adquirido para intervenir en las disputas resultantes del cisma de Octavio. El papa Alejandro III lo escuchó con una atención que demostraba la alta opinión que tenía del humilde prior cartujo.

En 1184, fue elegido obispo de Belley. En vano emprendió la huida para escapar de esta dignidad; una luz milagrosa delató su escondite y le obligó a ceder a los deseos de los electores. En su palacio episcopal, continuó llevando la vida de un cartujo, sin descuidar, sin embargo, ninguno de sus deberes pastorales. Su caridad con los pobres y los afligidos, su gran talento para convertir a los pecadores, su amor por la paz, que contribuyó a poner fin a muchas disputas amargas, y su incansable actividad en las buenas obras, le ganaron el amor y la veneración de todos. Pero en 1190, obtuvo el permiso de Clemente III para volver a su amada soledad, y terminar sus días como un simple monje.

Tenía casi cien años cuando se enteró de la llegada de San Hugo a Belley. Hacía tiempo que deseaba ver al santo obispo de Lincoln, y enseguida envió mensajeros para rogarle que lo visitara. San Hugo no pudo hacer oídos sordos a su petición. Abandonó la carretera para escalar las escarpadas rocas que conducían a la cartuja de Arvières, un retiro agreste que se asoma a las profundas cañadas del Grand-Colombier.

Fue en la fiesta de Santiago y de San Cristóbal (25 de julio) cuando los dos obispos cartujos se encontraron. Aunque no tenían la misma edad, ambos anhelaban ardientemente el cielo, y ambos estaban afectados por esa incurable nostalgia que hizo gritar a San Pablo «tener el deseo de disolverse y estar con Cristo». Toda su conversación giraba en torno a este tema, del que los corazones de ambos estaban llenos. Los demás monjes deseaban captar el eco de estos discursos celestiales, y se organizó un recreo en el que participaron los dos santos hombres.

En la familiar soltura de la conversación, San Artoldo hizo una petición que sorprendió a su visitante. Pidió a San Hugo que pusiera al religioso al corriente de los términos de la Paz de Andely, que había sido firmada en su presencia por los reyes de Inglaterra y Francia. Como se trataba de un acontecimiento político de la máxima importancia para la tranquilidad de todo el país, San Artoldo pensó sin duda que había motivos suficientes para apartarse de las reglas habituales del claustro. Pero San Hugo opinó lo contrario. Respondió en un tono de amable y respetuosa cortesía: «Oh, mi venerable señor y padre, está bien que los obispos oigan y den noticias, pero no a los monjes. No es conveniente que las noticias penetren en el recinto de nuestras celdas. No es conveniente que abandone las moradas de los hombres para llevar un caudal de noticias al desierto». Y diciendo esto, volvió a dirigir la conversación hacia los asuntos espirituales.

San Artoldo se sintió muy edificado por esta conducta, y toda la comunidad se unió para agradecerle su visita y sus palabras de sabiduría. También le expresaron su gratitud por las limosnas que les había conseguido anteriormente del rey Enrique II. Y entonces los dos santos ancianos se despidieron, para no volver a encontrarse más que en el país más feliz de los bienaventurados, hacia el que se dirigían todos sus deseos. El más joven de los dos fue el primero en volver a la casa del Padre. San Artoldo vivió hasta 1206. Tenía ciento cinco años en el momento de su muerte.

Fuente: The Life of Saint Hugh of Lincoln – Hebert Thurston (SJ) London: Burns and Oates, Limited (1898) – páginas 488 a 490

Oremos: Señor, Dios de poder, concédenos que la intercesión de San Artoldo nos ayude a afrontar con valentía los combates de esta vida, para conseguir un día el descanso de la eternidad. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

7 de Septiembre: San Esteban de Die (obispo cartujo)

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Esteban de Châtillon, obispo de Die, predicando al pueblo (Carducho)

Esteban nació en Lyon (Francia) en el seno de la noble familia de Châtillon a mediados del siglo XII. Poco sabemos de sus primeros años de vida. A los veinticinco años llegó a la Cartuja de Portes (Francia) para hacer una prueba de la vida cartujana. Le impresionó favorablemente y pidió ser admitido. Los monjes lo aceptaron con gusto.

Pronto se destacó por su gran fervor y abnegación y piedad. Al decir la misa, tenía el don de las lágrimas. Mirar un crucifijo era suficiente para llevarlo al éxtasis. Su espiritualidad puede resumirse así: ardiente devoción a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, a la santa Eucaristía y a la Virgen, y también celo por la liturgia. Cuando murió el prior de Portes, los monjes eligieran a Esteban como su sucesor en el año 1196. Como prior cumplió con las expectativas de la comunidad, poniendo todos sus dones al servicio de un liderazgo prudente, al tiempo que mantenía su unión con Dios. Su reputación pronto se extendió más allá de la Cartuja.

En 1202, la pequeña diócesis francesa de Die, no muy lejos de Portes, necesitaba un nuevo obispo. Los funcionarios de esa diócesis eligieron unánimemente a Esteban. Al principio se negó enérgicamente, pero cuando le llamaron la atención sobre el ejemplo de Hugo, el obispo cartujo de Lincoln, en Inglaterra, que había muerto dos años antes, finalmente aceptó.

Como obispo mantuvo la oración monástica y las austeridades, al tiempo que, con la predicación y el buen ejemplo, trabajaba incansable y fructíferamente por la salvación de las almas. Al igual que otros cartujos que llegaron a ser obispos, Esteban solía retirarse de vez en cuando a su monasterio. Siempre lo hacía sin mostrar de ninguna manera la alta dignidad con la que estaba investido.

Era muy consciente de que las responsabilidades de un obispo no están exentas de riesgos. Por eso dijo un día a un hermano cartujo moribundo «Hermano, esta enfermedad te llevará al Señor. Cuando estés con Él, por favor, reza por mí y pídele la gracia de no permitirme continuar en mi ministerio episcopal.» Sorprendentemente, Esteban murió doce días después de la muerte del hermano. Era 7 de septiembre de 1208. Tenía alrededor de 55 años, y había sido obispo durante seis años.

Oración:

Dios de poder y misericordia, que concedes
el acceso a tu eterna felicidad a tus hijos,
animosos en el espíritu pero frágiles en la
carne; haz que, en compañía de San Esteban,
podamos vivir siempre en la ciudad celestial.
Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

Fuentes:

Un 10 de agosto de 1539

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Un 10 de agosto de 1539 fallecía Juan Justus de Landsberg, gran teólogo cartujo nacido en Alemania. Su apellido era «Gerecht», del que «Justus» es sólo una traducción latina. Sin embargo, el apelativo por el que se le conoce generalmente es el de «Laspergio» (latinización de «de Landsberg»), por su lugar de nacimiento.

A pesar de no ser uno de los pocos santos cartujos que existen, él está presente en la liturgia cartujana de hoy. En efecto, un extracto de su libro «Una carta de Jesucristo» se lee en las Maitines. Es el texto que compartimos a continuación.

Laspergio el Cartujo (retrato del siglo XVIII)

Si alguno te reprende o te dirige una palabra injuriosa, muéstrale un rostro sereno y benigno; guarda silencio y en señal de afecto y de buena aceptación y acogida favorable por todo, sin pensamientos de venganza o de resentimiento de la injuria, hazle una sonrisa acompañada de humildad. Guárdate de hablar en estos momentos, salvo quizás dos o tres palabras, modestamente. Muéstrate humilde y dulce, hasta el punto de que nadie pueda temer reprenderte, despreciarte, hacerte alguna injuria. En toda prueba, delante de todo reproche, de toda afrenta o injuria, aprende a callar, a soportar, a permanecer en calma, y hallarás mi gracia.

Mas, por otra parte, tú no llegarás nunca a esta gracia, si no es por el silencio, soportando con igualdad de ánimo todo lo que yo te envío. Oh hija mía y esposa, tienes mi vida por ejemplo de paciencia y dulzura. Pues yo no he dicho en vano: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Porque mi vida ha sido un ejemplo de paciencia, de humildad y de mansedumbre. En medio de penas, de tormentos atroces, entre las burlas y las blasfemias, las crueles amenazas de mis enemigos y rostros impíos, ¿han salido de mi boca quejas o murmuraciones? ¿He maldecido a alguno de mis enemigos? ¿Le he hablado ásperamente? ¿Le he respondido con dureza? ¿Le he deseado el mal? Lejos de ello; ¿a quién no he compadecido, yo que he rogado por todos?

Del mismo modo, tú ten paciencia en el silencio y la paz; conserva la dulzura, sin murmurar ni querellarte. No combatas por ti misma. No respondas por ti. No te defiendas y no te excuses. Guarda silencio y confíame el cuidado de ti y de tu causa. Yo combatiré por ti y durante todo este tiempo, permanece unida a mí, sin turbación alguna, inmóvil en el silencio, pronta con el deseo a sufrir toda confusión por mi amor, antes que dejar escapar dentro de ti o al exterior la menor queja.

Hija mía, mientras te parezca que recibes injurias o que recibes tratamientos indignos y que te hacen injusticia, no habrás alcanzado la verdadera paciencia ni el conocimiento de ti misma. Marcha, pues, con gozo e intrepidez delante de toda adversidad: ofrécete a mí para sufrir, para padecer necesidades y trabajos, y para soportarte como yo lo quiero. Mira como perdido el día en que no has experimentado o sufrido alguna cruz particular. Si conocieras la grandeza del fruto de la paciencia, mostrarías una gran reverencia, un gran reconocimiento a aquellos que te hacen sufrir. Considera, hija, cómo yo, el Cordero sin mancha, manifesté siempre un Corazón manso y siempre tranquilo a aquellos que me ultrajaban, me flagelaban y me crucificaban; yo los excusaba y rogaba por ellos.

Fuente: Lecturas de Maitines – Ciclo «C» – 10 de agosto: San Lorenzo, mártir – lecturas 5 a 8 (Cartuja San José 2020)