[English] [Español]
Extraído del prólogo del libro «La fuerza del silencio».
Autor del libro: Cardenal robert Sarah
Autor del prólogo: Nicolás Diat
Año: 2016
Cuando germinó la idea de pedirle al padre general de la Orden cartujana que participara en este libro, el proyecto nos parecía casi imposible. El cardenal no quería perturbar el silencio de la Gran Cartuja, y las palabras del Padre General son contadas. Aun así, el miércoles 3 de febrero de 2016, a primera hora de la tarde, nuestro tren se detuvo en la estación de Chambéry. Un cielo gris se aferraba a las montañas que rodean el pueblo. La tristeza del invierno parecía encastrar el paisaje y a los hombres en un pegamento viscoso.
Cerca del macizo de la Chartreuse se desató una tormenta de nieve que cubrió el valle de un blanco perfecto. Al acercarnos a los altos muros del monasterio nos cruzamos con el maestro de novicios, el padre Seraphico, y varios monjes jóvenes que volvían de una caminata. Al pasar el coche del cardenal, se volvieron para dirigirle un discreto saludo. Luego el automóvil se detuvo delante de un largo edificio solemne y austero: habíamos llegado a la Gran Cartuja.
Los copos de nieve se arremolinaban y el viento se precipitaba entre los pinos, pero el silencio envolvía ya nuestros corazones. Atravesamos lentamente el patio de honor para dirigirnos al gran pabellón de los priores, construido por Dom Innocent le Masson en el siglo XVII, que se abre al imponente claustro de servicios. El 74° reverendo Padre General de la Orden de los cartujos, Dom Dysmas de Lassus, recibió al cardenal con una sencillez especialmente conmovedora. Enseguida, tras una conversación que no superó los cinco minutos, llegamos a nuestras celdas.
Desde la ventana de la habitación donde me instalé podía contemplar el monasterio, revestido de su manto blanco. La larga y solemne sucesión de edificios formaba una línea impecable; y luego, más abajo, las casas de obediencias. Raramente se pueden atravesar las puertas de la ciudadela. En este lugar inspirado se entrecruzan la larga tradición de las órdenes eremíticas, las tragedias de la historia y la belleza de la creación. Pero esto no es nada al lado de la profundidad de las realidades espirituales: la Gran Cartuja es un mundo donde las almas se han abandonado en Dios y para Dios.
A las cinco y media, las vísperas congregaron a los cartujos en la iglesia conventual. Para llegar a ella había que atravesar pasillos interminables en los que yo no paraba de pensar en las generaciones de cartujos que habían apresurado el paso para asistir al oficio. Recordaba también el desalojo turbulento y cargado de odio de los religiosos acaecido el 29 de abril de 1903, después de que se aprobara la ley de Émile Combes relativa a la expulsión de las congregaciones religiosas, que revivía las lúgubres horas de la Revolución y la salida forzosa de los cartujos en 1792. Conviene reflexionar sobre esta profanación y sobre la entrada en el antiguo monasterio -después de hacer pedazos las pesadas puertas de entrada- de un batallón de infantería, seguido de dos escuadrones de dragones y cientos de zapadores. Magistrados y soldados penetraron en la iglesia; uno a uno, fueron levantando a los padres de sus sillas del coro y los condujeron afuera de los muros. Los enemigos del silencio de Dios triunfaron rodeados de vergüenza. De un lado, los partidarios encarnizados de un mundo liberado de su Creador; de otro, los fieles y pobres cartujos cuya única riqueza era el hermoso silencio del cielo.
Esa tarde de febrero de 2016, desde la tribuna principal, contemplaba las sombras blancas, encapuchadas, que iban ocupando sus sillas. Los padres no tardaron en abrir los enormes antifonarios que les permiten seguir las partituras de los textos vespertinos. La luz fue haciéndose cada vez más débil mientras se sucedían los cantos de los salmos. El cardenal, situado junto a Dom Dysmas, volvía con cuidado las páginas de aquellos antiguos libros para seguir la oración. Detrás de él, la tribuna que separaba las sillas de los padres de coro de las de los hermanos conversos dibujaba en la penumbra una gran cruz que parecía otorgar aún mayor dignidad a una oscuridad sobrecogedora.
El canto llano de los cartujos imprime una pausa, una profundidad, una piedad dulce y rigurosa la vez. Al acabar las vísperas, los monjes entonaron la espléndida Salve Regina. Desde el siglo XII los cartujos cantan todos los días esta antífona a la Virgen. Hoy apenas quedan monasterios donde sigan resonando sus notas.
Afuera había caído la noche y las débiles luces del monasterio acababan de detener el tiempo. Tan solo rompía el silencio el rodar de los cúmulos de nieve que caían de los tejados. De lo hondo del estrecho valle parecía subir la niebla y los negros flancos montañosos formaban un decorado grandioso y triste. Los monjes volvieron a sus celdas. Después de recorrer los inmensos pasillos del claustro del cementerio, cada uno regresó a la celda donde pasan una parte tan importante de su existencia terrenal. El silencio de la Gran Cartuja recuperaba sus derechos imprescriptibles.
Mientras la tierra duerme o se distrae, el oficio nocturno es el corazón ardiente de la vida cartujana. En la primera página del antifonario que Dom Dysmas había preparado antes de mi llegada pude leer este preámbulo: «Antiphonarium nocturnum, ad usum sacri ordinis cartusiensis«. Eran las doce y cuarto, y los monjes apagaban las pocas lamparillas encendidas en la iglesia. Una oscuridad perfecta cubría el templo cuando los cartujos entonaron las primeras oraciones. La noche permitía observar con más nitidez que nunca el punto de tintes rojizos de la lámpara del Sagrario.
El ruido de la madera de las antiguas sillas de nogal parecía mezclarse con las voces de los monjes. Los salmos se encadenaban con el ritmo lento del canto gregoriano, cuya falta de pureza podrían reprocharles quienes frecuentan las abadías benedictinas. Pero la oración nocturna se presta mal a consideraciones meramente estéticas. La liturgia se despliega en una penumbra que busca a Dios. Están las voces de los cartujos y un silencio perfecto.
Hacia las dos y media de la madrugada sonaron las campanas del ángelus. Los monjes salieron de la iglesia uno a uno. ¿Qué es el oficio nocturno? ¿Una locura o una maravilla? En todas las cartujas del mundo la noche prepara el día y el día prepara la noche. El cardenal quedó hondamente conmovido por los dos oficios nocturnos que marcaron su estancia. Según el cardenal, la noche caldea de calor el corazón del hombre. Quien vela de noche sale de sí mismo para hallar mejor a Dios. El silencio de la noche es el más indicado para acabar con la dictadura del ruido. Cuando la oscuridad desciende sobre la tierra, la ascesis del silencio puede adquirir contornos más nítidos.
Antes de marcharnos, el cardenal quiso recogerse en el cementerio. Atravesamos el monasterio, con sus largas y magníficas galerías que parecen laberintos esculpidos por la oración. El claustro principal mide 216 metros de norte a sur y 23 de este a oeste, es decir, un cuadrilátero de 478 metros. Los cimientos de este conjunto gótico datan del siglo XII: desde entonces reina en él un silencio permanente.
En los desiertos cartujos el cementerio ocupa el centro del claustro. En las tumbas no había nombre, ni fecha, ni palabras de recuerdo. De un lado, las cruces de piedra para los generales de la Orden; del otro, las cruces de madera para los padres y los hermanos conversos. A los cartujos se los sepulta en la tierra, sin ataúd, sin lápida. No hay señal distintiva que recuerde una existencia propia. Le pregunté a Dom Dysmas de Lassus dónde estaban las cruces de los monjes con los que había convivido y a los que había visto morir. Dom Dysmas ya no lo sabía. «Los vientos y el musgo han hecho su labor», declaró. Solo era capaz de localizar la tumba de Dom André Poisson, su ante-predecesor, fallecido en abril de 2005. El anciano general murió por la noche, solo, en su celda: se fue al Cielo para reunirse con todos los hijos de san Bruno y la vasta cohorte de ermitaños.
Desde 1084, los cartujos no quieren dejar ninguna huella. Solo Dios importa. Stat Crux dum volvitur orbis. El mundo gira, la Cruz permanece. Antes de marcharse, bajo un sol resplandeciente y el cielo de un azul inmaculado, el cardenal bendijo las tumbas. Instantes después salíamos de la Gran Cartuja. El monje benedictino que había venido a buscarnos nos dijo: «Se van ustedes del paraíso».